domingo, 8 de marzo de 2009

Domingo 8 de marzo. Evangelio y comentario

Evangelio según San Marcos 9,2-10.

Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: "Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo".De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos. Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría "resucitar de entre los muertos".

Comentario por don Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

Hace algunos años, durante una novena de Navidad, estuve celebrando la eucaristía en CETI (Centro Terapéutico Infantil), una institución de Bogotá que acoge a niños y niñas con parálisis cerebral o con otras deficiencias más o menos profundas. Suelo ir a CETI y encontrarme con amigos y amigas muy queridos que, además de ser pobres, han tenido que vivir con unas limitaciones que los marginan aún más de su vida familiar y social: Diego, Gloria, Uriel, July y tantos otros.

Ese día, la eucaristía transcurrió sin mayores sobresaltos; cantamos, aplaudimos, nos alegramos de recibir la visita de Jesús en nuestra casa. Pero, en el momento de la comunión, cuando comencé a repartir el cuerpo del Señor entre los niños y niñas que estaban sentados en sus respectivos puestos y a las colaboradoras del centro y a un grupo de amigas que habían ido conmigo, comenzamos a escuchar un lamento extraño, que no supe reconocer en el primer momento, porque expresaba un gran dolor pero, al mismo tiempo era suave y delicado. Era Andrés, un niño de cuatro años que estaba sentado en una silla para bebés sobre una de las mesas del salón.

Andrés tiene el cuerpo de un bebé de mes y medio; pesa 8 libras y mide 65 centímetros. Cuando vio que todos los presentes estaban recibiendo una galleta, él comenzó a gritar, con la fuerza que le permitían sus pequeños pulmones, para que también le dieran una a él. La directora de CETI comenzó a decirle a Andrés que no gritara más. Que no podía recibir la comunión como todos los demás. Pero Andrés no se rendía. Seguía expresando su queja conmoviendo a todos los que estábamos presentes. Fui, tomé una hostia sin consagrar y se le entregué a Andrés, que la recibió con un movimiento perfecto de su mano diminuta y se la echó a la boca inmediatamente. Desde luego, no le supo a galleta, como él suponía, y pronto la dejó a un lado.

El lamento de Andrés me trajo a la memoria los gritos del pueblo de Israel que Dios escuchó, como nos cuenta el libro del Éxodo, cuando el Señor envió a Moisés a liberarlo de la esclavitud de Egipto y a conducirlo a una tierra de libertad que mana leche y miel. Pero también me trajo a la memoria aquella escena de Elías, en el Horeb, cuando el Señor no se dejó sentir en el viento fuerte, ni en el terremoto, ni el fuego que pasó por delante de la cueva donde estaba, sino en un “sonido suave y delicado”, ante el cual Elías se cubrió la cara con su capa”.

Estas dos evocaciones fueron las que se hicieron presentes en el Monte Tabor, cuando Jesús se transfiguró delante de sus discípulos. Cuenta san Marcos que Pedro, Santiago y Juan vieron cómo la ropa de Jesús “se volvió brillante y más blanca de lo que nadie podría dejarla por mucho que la lavara. Y vieron a Elías y a Moisés, que estaban conversando con Jesús”. Y en medio de esta escena, llena de consolación, “apareció una nube y se posó sobre ellos. Y de la nube salió una voz, que dijo: “Este es mi Hijo amado: escúchenlo”. Escuchar al Hijo amado es escuchar el grito del pueblo, que escuchó el Dios de Moisés y percibir el susurro de la presencia de Dios en voces como las de Andrés.

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